Habitualmente, las personas encontramos dos vías fundamentales para resolver los conflictos: el afrontamiento o la evitación (no consideraremos, per se, el bloqueo una estrategia de resolución ya que realmente podría ser un paso previo a cualquiera de los dos anteriores).
Estamos bastante acostumbrados a escuchar que la evitación de los problemas no es una estrategia adecuada para resolverlos y, evidentemente, esto es cierto en función de cuál sea el objetivo que tengamos con respecto a la otra persona.
Por ejemplo, si tengo un problema de convivencia con mi pareja y no expreso mis necesidades, probablemente esta dificultad se agravará con el tiempo llevando a una cadena de diferencias acumuladas entre ambos.
Sin embargo, si coincido puntualmente con alguien con una opinión política, religiosa y/o social distinta a la mía, es probable que opte por evitar entrar en una discusión que no nos va a llevar a ningún punto. Es cierto que no vamos a resolver el conflicto, pero, ¿era nuestra intención? ¿O meramente buscamos tener un encuentro pacífico?
Afrontar un problema supone una inversión emocional importante en tanto a que hacemos frente a mostrar nuestras vulnerabilidades, expresar nuestras necesidades y lanzar peticiones a la espera de que la otra parte las reciba de buen grado (algo que no siempre va a ocurrir). Por todo lo anterior, a menudo se hace difícil dar este paso en la comunicación en pareja.
¿Qué ocurre cuando hay niños o adolescentes en la familia?
Las diferencias entre personas van a surgir exactamente igual, independientemente de la presencia o ausencia de hijos; en esencia porque seguimos hablando de dos personas distintas, con necesidades diferentes y que se encuentran en constante evolución y que, valga la redundancia, tienen que “encontrarse” de nuevo cada día.
No obstante, el manejo del conflicto con menores debe ser sustancialmente distinto, dado que los niños y adolescentes pueden, en primer lugar, no entender los motivos de discusión de sus padres y, en segundo, sentirse tremendamente afligidos al observar un cambio actitudinal en ellos al que no están en absoluto acostumbrados.
Se entiende que, a partir de la adolescencia tardía (en torno a los catorce/quince años), estar presentes en una discusión de los padres (siempre que sea asertiva y respetuosa) no necesariamente es una vivencia dolorosa para los hijos, sino que más bien les conecta con la realidad de las diferencias en las relaciones humanas y en cómo es importante buscar formas de resolverlas o, en la medida de lo posible, mitigarlas.
No tanto así ocurre con los niños, que en su comprensión aún limitada del mundo pueden hacer interpretaciones drásticas de la situación (“mis padres se van a separar”) o atribuciones erróneas al motivo de conflicto (“es culpa mía”).
¿Qué podemos hacer cuando surgen diferencias entre los adultos de la familia?
- Posponer el debate sobre el tema: En la medida de lo posible, aplazar a un momento de intimidad de la pareja el razonamiento sobre lo ocurrido, de manera que no haya presencia de menores y, además, pueda existir un mayor espacio para el diálogo sin presiones externas.
- Si no es posible la posposición, tratar de buscar un lugar tranquilo en el que los menores no participen de la escucha.
- Si lo anterior tampoco es posible, tomar cierta distancia (temporal): Puede ser adecuado que alguna de las partes abandone provisionalmente el lugar en el que se haya originado el conflicto, incluso quizá pueda salir a caminar un rato para atenuar la intensidad emocional que se deriva de la emoción del enfado.
- En estos casos, aunque también serviría en el punto número dos, podemos trasladar a un formato escrito lo que nos ha molestado y lo que necesitamos transmitir a la otra parte, a modo de estructuración de nuestro pensamiento.
En el caso de que algún menor de la familia haya sido partícipe del conflicto de alguna forma, es recomendable que, al resolverlo, pueda haber una conversación con los adultos en la que se pueda clarificar que las diferencias entre padres son independientes de la relación con los niños.
De esta forma, también introducimos desde la infancia la variable del conflicto y su resolución con nuestros hijos, normalizando que las personas somos distintas, podemos chocar en base a ello, y también podemos desarrollar estrategias para acercarnos cuando éstas surgen.
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